Las tierras vivas del hombre Heredia

Rafael Grillo

Heredia, como crítico literario, estaba equipado con una vastísima cultura y un amor rotundo hacia la palabra escrita.

“Templad mi lira, dádmela, que siento / En mi alma estremecida y agitada / Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo / En tinieblas pasó, sin que mi frente / Brillase con su luz...!”.(1) Quién lee estos versos reconoce inmediatamente, en el poeta atormentado con los vaivenes del fuego de la creación, a un bardo excelso, nacido con el don de hacer que las palabras remonten vuelo hacia cielos exquisitos.

Y si incorpora estos otros del mismo autor: “Aunque viles traidores le sirvan, / Del tirano es inútil la saña, / Que no en vano entre Cuba y España / Tiende inmenso sus olas el mar”,(2) entonces distinguirá también en él al hombre preocupado por los destinos de su país y convencido de la necesidad de proclamar la independencia contra el vasallaje colonial.

Son estas dos caras de José María Heredia, el poeta y el patriota, las que han hecho de aquel que paradójicamente nació en Cuba casi por casualidad, en 1803, y solo vivió aquí seis de los 35 años de su corta existencia, alguien perdurable en la memoria de una nación agradecida que doscientos años después se apresta todavía a celebrar con bríos su natalicio.

Con la verdadera unanimidad, que suele ser poco frecuente, varias generaciones de cubanos lo han proclamado en el Olimpo de las letras nativas. Otro imprescindible, José Martí, a finales del siglo pasado, lo llamó “el primer poeta de América”.(3) En los años 30, un pensador de la talla de Enrique José Varona advierte que todos los cubanos de su generación aprendieron a sentir a Cuba a través de la obra de Heredia.(4) En la actualidad Víctor Fowler exclamaría que “en el principio fue Heredia”(5) y Leonardo Padura afirma que fue el “inventor de la patria”, el hombre que se adelantó a su tiempo para “darle forma poética a esa sensibilidad en ciernes y acelerar el proceso de gestación del espíritu cubano y la certidumbre de pertenecer a una patria distinta y reconocible, incluso posible”.(6)

Mas la vida de José María Heredia fue de una diversidad mayor a la que condensan las visiones anteriores. De sí mismo diría: “El torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en poco tiempo una vasta carrera, y con más o menos fortuna, he sido abogado, soldado, viajero, profesor de lenguas, diplomático, periodista, magistrado, historiador y poeta”.(7)

Tal como nos permite descubrir la compilación de la labor periodística herediana realizada en 1947por su principal exégeta, José María Chacón y Calvo,(8) desde la temprana fecha de 1821, cuando contaba apenas con 18 años, Heredia edita ya su primer periódico literario, Biblioteca de Damas, del cual solo aparecieron cinco números y desafortunadamente no se conserva nada de ellos. Cuando la muerte lo alcanza en 1839, fungía todavía como redactor, en el Diario del Gobierno, puesto humilde donde obtenía la única retribución de sus últimos años de soledad y pobreza, en México. Daba término así a la constancia y fidelidad con una vocación periodística a la que se entregó durante toda su existencia.

Antes, igualmente en el México de su etapa como exiliado político, había dirigido El Iris, desde 1826, colaborado entre 1829 y 1832 con La Miscelánea y El Conservador, periódico de Toluca (1830), y dirigido la revista literaria Minerva (1833). En La Moda o Recreo Semanal del Bello Sexo, publicación que dirigía en La Habana Domingo del Monte (1829), también aparecerían sus colaboraciones.

Durante todo este período se destacaría principalmente como crítico literario. Función para la que estaba equipado con una vastísima cultura que empezara a acumular desde la niñez por el influjo de su padre, quien lo impulsó a nutrirse de los clásicos latinos, y con un amor rotundo hacia la palabra escrita que lo haría considerar a la imprenta como un “conductor universal de luces y civilización”.(9)

Del invento de Guttenberg diría que es uno de “los dos acontecimientos que han influido más poderosamente en los progresos de la civilización y suerte futura del género humano”. El otro sería el descubrimiento de América, porque propició a la Europa ensombrecida en “las venenosas raíces por el feudalismo”, “la revelación de un mundo en el estado de naturaleza”.(10)

Fue encomiable su labor como divulgador de la producción literaria de su época en las tierras americanas; según él, “abandonadas del cultivo de las bellas letras como consecuencia necesaria de los tres siglos de servidumbre transcurridos en el bárbaro régimen colonial”.(11) Pertrechado por la convicción de que no debemos “repetir como loros que nada puede igualarse a los antiguos, para no tomarnos el trabajo de examinar las obras de los modernos”,(12) asumió el riesgo de no poder contar con la imprescindible perspectiva histórica, e introdujo en el conocimiento de sus contemporáneos a poetas ingleses como Thomas Campbell y Lord Byron, y a los franceses Delille, Ducis, Legouvé y Arnault.

Y conservan todavía vigencia las apreciaciones con las que juzgó a esos creadores. Exigía de la poesía fuerza y belleza de los sentimientos e imágenes, no que fuera “un oscuro aparato de palabras, que con su misma confusión descubra la pequeñez del pensamiento”.(13)

Sus valoraciones alcanzaron también el campo de la narrativa. Entre sus páginas podemos encontrar las dedicadas a la novela El epicúreo, del irlandés Thomas Moore.Sobre J.J. Rousseau escribió uno de sus más profundos ensayos, de quien ensalzó que hubiera “enseñado a sentir a los más indiferentes, a pensar a los más superficiales, y a amar y pretender la libertad a los más abyectos”; mas, consecuente con su ideal de que “solamente la unión del genio y de la virtud puede asegurar la convicción del universo”, deploró que “fuera capaz de la más alta virtud y la más infame bajeza”.(14)

Pero sus inquietudes acerca de un género, en el que nunca se propuso, sin embargo, empeñarse personalmente, alcanzaron su mejor expresión en el “Ensayo sobre la novela”, enjundioso estudio de 1832, que puede considerarse la más acabada de sus aportaciones periodísticas y su cumbre como crítico literario.

La novela de su vida

En una carta de 1824 a su tío Ignacio, Heredia describe las semejanzas entre su vida y pasiones borrascosas con los rápidos del prodigioso Niágara, y se queja: “¿por qué no acabo de despertar de mi sueño? ¡Oh!, ¿cuándo acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?”.(15)

Tenía entonces apenas 20 años, pero ya su espíritu había tenido que sobrevivir a inmensos cataclismos. Un año antes, denunciado por conspirar contra España desde la Sociedad Rayos y Soles de Bolívar, debió ocultarse primero y huir después de Cuba hacia Estados Unidos, donde subsistió precariamente, agobiado por la incapacidad de adaptarse a un clima y una lengua que le eran ajenas. Ya en México, siguió sufriendo por la lejanía de su patria bienamada y la ausencia de los amigos y seres más queridos.

Para Heredia, la novela es aquella que “tiene por objeto la vida privada y sondea los abismos del corazón de los hombres”.(16) Por eso, en medio de la desventura y una profunda crisis existencial, flaquean en la mente del poeta los límites entre realidad y ficción y siente la tentación de atribuirse el destino propio de un personaje de novela.

En el “Ensayo sobre la novela”, que apareciera en La Miscelánea, en tres partes, entre marzo y mayo de 1832 recogió sus consideraciones sobre este popular género literario, el cual vincula, aunque no lo llame por ese nombre, con la aparición del “individualismo”, que se va acentuando con el desarrollo de las sociedades modernas. La novela, dice, es un “resultado postrero de la civilización”.

Allí reflexiona sobre la evolución histórica de la literatura y afirma que “la epopeya de Homero es la novela de la antigüedad”. En aquel momento, la vida de las naciones era heroica y mitológica; y el hombre, en lucha con la naturaleza y apoyado en una industria aún incipiente, no tenía bastante confianza en sí mismo para ser el héroe de sus narraciones y entrega el protagonismo a la actuación de los dioses.

Con el nacimiento de la sociedad política, la vida civil lo absorbe todo, y el forum o el ágora se convierten en la verdadera habitación de los hombres de Grecia y Roma, transformados ahora en ciudadanos, mientras la casa propia era tan solo el asiento de las necesidades más vulgares. En esas condiciones, no puede desarrollarse la novela.

Los primeros ensayos de novela solo pueden producirse entonces cuando ya los pueblos, al ver destruida su existencia social, abandonaron la causa de la libertad y de la patria, y huyeron de la opresión al seno de sus familias.

Es con el florecimiento del cristianismo y su mística de la redención individual, y el ascenso del feudalismo con su servidumbre opresora, oscurantismo y pasiones brutales, que “el estudio moral del hombre se hace más difícil e interesante” brindando el caldo de cultivo para el surgimiento de la verdadera novela.

Heredia menciona al Quijote pero lo hace, sin embargo, con crudeza, al ver en este un ejemplo de esa decadencia del espíritu nacional. Reconoce en Lafayette la creación de la “novela de pasiones”, y en Le Sage la de la “novela de costumbres”, que luego cultivan con éxito escritores ingleses como Richardson y Henry Fielding, donde la novela adquiere el rango de “estudio del hombre social”. Más tarde, Sterne reflejaría las extravagancias del corazón humano; Voltaire convertiría la novela “en sátira y azote de los vicios de la superstición y la inmoralidad política”; y Rousseau osaría elevarla “a la dignidad de la obra filosófica” mientras, en lo formal, descubriría las posibilidades de la novela epistolar que imitaría Madame de Staël y también aprovecharía Goethe para su Werther. Esta última es descrita como “una pintura cruel de la nada de las pasiones humanas, de la vanidad de nuestras pasiones y deseos, es una excusa del suicidio”, siendo el ejemplo más fehaciente del peligro de romper los vínculos sociales con el pretexto de ser superior al común de los hombres.

En la trampa de la novela histórica

Durante el año 1833, Heredia está empeñado en la traducción de Waverley, de Walter Scott, la cual llega a publicar. Esta actitud contrasta increíblemente con la valoración que hiciera sobre las obras de tema histórico en la tercera sección del “Ensayo sobre la novela”.(17)

A esa variante, que empezaba a ponerse de moda en su época, la fustiga por manipular “el atractivo que tiene lo pasado para la imaginación humana”. De sus palabras se deduce que califica la novela histórica de superficial y falsa. “El novelista histórico abandona al historiador todo lo útil”, se apodera solo de “lo que agrada en los recuerdos de la historia”, “desatiende las lecciones de lo pasado”. Y “en vez de elevar la historia a sí, la abate hasta igualarla a la ficción, forzando a su musa verídica a dar testimonios engañosos”. Además, la supone una forma de escapismo, de renunciar a colocar el ojo crítico sobre los vicios y costumbres de la realidad de su tiempo.

Mas el paso del tiempo y la trascendencia inevitable le jugaron al crítico Heredia una mala pasada cuando lo hicieron protagonista de dos recreaciones literarias que caerían en su clasificación de “mentiras históricas”: Yo, Heredia, errante y proscripto, de Miguel Barnet (1990) (18), y La novela de mi vida, de Leonardo Padura (2001) (19), excelentes ambas, donde la vida y la obra del patriota y poeta y las circunstancias históricas que le rodearon son captadas con tanta autenticidad, emoción, rigor formal y respeto a la investigación histórica, que no merecerían ser descalificadas.

Igualmente, ciertos reparos y divergencias de juicio podrían levantarse sobre otros criterios heredianos, como, por ejemplo, su subvaloración del hoy indiscutido clásico de Cervantes. Pero no se puede olvidar que el distanciamiento temporal nos facilita ahora la tarea de reconocer las apreciaciones fallidas.

Por otra parte, bastaría apreciar la elegancia del estilo y el ardor polémico para descubrir que el “Ensayo sobre la novela” puede defenderse con decoro todavía. La alta originalidad de sus ideas estéticas hizo que en un estudio de Amado Alonso y Julio Caillet-Bois, publicado por la Revista Cubana en 1941, se reconociera al autor como “el primer crítico de nuestra lengua en el siglo XIX” y se establecieran comparaciones con un célebre ensayo de Alejandro Manzoni que no vería la luz hasta varios años después, en 1845.(20)

Valga, sobre todo, como una extraordinaria revelación del alcance y multiplicidad del genio herediano. En él se demuestra la veracidad de una reflexión íntima que Barnet le atribuyera: “aun cuando mis horas fueran destinadas a la meditación o a la melancolía, esa meditación y esa melancolía estaban dirigidas hacia las tierras vivas del hombre”. (21)

 

Rafael Grillo

 

Notas

(1) Fragmento de “Oda al Niágara”, de José María Heredia, publicado originalmente en: Poesías, Imp. de Behr y Kahl, Nueva York, 1825.

(2) Fragmento de “Himno del desterrado”, de José María Heredia, publicado originalmente en: Poesías, 2da. edición, Imp. del Estado de Toluca, México, 1832.

(3) “El primer poeta de América”, en José Martí. Obras Escogidas. Tomo II. Editorial de Ciencias Sociales, 2000. publicado originalmente en El economista americano, Nueva York, julio de 1888.

(4) Según una anécdota que refiere en uno de su textos José María Chacón y Calvo sobre un encuentro con Enrique José Varona, retomada por Ernesto Sierra, “Heredia, tan alto como las palmas”, La Jiribilla, revisión: 25/12/02.

(5) Citado por Leonardo Padura: “José María Heredia o la elección de la patria”, La Jiribilla, revisión: 25/12/02.

(6) Leonardo Padura: “José María Heredia o la elección de la patria”, La Jiribilla, revisión: 25/12/02.

 (7) En la advertencia a la segunda edición de sus versos (Toluca, 1832)

(8) José María Chacón y Calvo, Crítica Literaria: José María Heredia, Revisiones Literarias, Ministerio de Educación, La Habana, 1947. Reeditada por la Academia Cubana de la Lengua y la Editorial Pablo de la Torriente, 2002, con la adición de una versión íntegra del “Ensayo sobre la novela”, que el insigne investigador no daría a conocer hasta 1949, en el IV Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana efectuado en La Habana.

(9) José María Heredia, “El Pasatiempo, periódico político y literario de Zacatecas”: en José María Chacón y Calvo, Crítica Literaria: José María Heredia, Clásicos Cubanos, Academia Cubana de la Lengua y Editorial Pablo de la Torriente, 2002, p 158.

(10) José María Heredia, “Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón”, por Washington Irving: en Op.cit., p 143.

(11) José María Heredia, “Obras de Fernando Calderón”: en Op.cit., p 153.

(12) José María Heredia, “Literatura Francesa Moderna”: en Op.cit., p 99.

(13) José María Heredia, “Poesía de Joaquín María de Castillo y Lanzas”: en Op.cit., p 106.

(14) José María Heredia, “Ensayo sobre el carácter de J.J. Rousseau”: en Op.cit., pp 169-177.

(15) Citado por Leonardo Padura: “José María Heredia o la elección de la patria”, La Jiribilla, revisión: 25/12/02.

(16) Todas las citas textuales, así como los comentarios sobre la evolución de la novela que se vierten bajo el subtítulo La novela de su vida, pertenecen a las dos primeras secciones del “Ensayo sobre la novela”, que José María Heredia publicara en La Miscelánea, en marzo y abril de 1832. Recogidas en José María Chacón y Calvo, Op.cit., pp 215-224.

(17) Las opiniones de José María Heredia sobre las obras de tema histórico, vertidas acá, pertenecen a la tercera parte del “Ensayo sobre la novela”, que se publicara originalmente en La Miscelánea,  mayo de 1832. Recogido en José María Chacón y Calvo, Op.cit., pp 225-228.

(18) Miguel Barnet: “Yo, Heredia, errante y proscripto”, en Autógrafos cubanos, Ediciones Unión, La Habana, 1990.

(19) Leonardo Padura: La novela de mi vida, Ediciones Unión, La Habana, 2001.

(20) En el prólogo de José María Chacón y Calvo que introduce al “Ensayo sobre la novela”, dentro de su compilación (Op.cit., pp 210-214), se recogen varios juicios emitidos sobre esta pieza herediana.

(21) En Miguel Barnet, Op.cit.